martes, 27 de marzo de 2012

Lucio Mansilla, su paso por el Rincon de Lopez y otras andanzas


Pepita era modista, vivía y trabajaba en una tienda de gorras, con altos, calle Victoria, entre los dulces de las confiterías de Monguillot y Baldraco.
La madre tenía hotel en la calle San Martín, casi al lado de la actual Corte Suprema. Ambas francesas.
Yo tenía diez y seis años, ella lo mismo. Era muy bonita, de ojos grandes pardos expresivos, de nariz perfilada con delicadeza, de boca con labios encendidos, algo grueso el inferior; de dientes sanos, blancos, separados, sonrosada la tez, peinado siempre de bandeau el castaño cabello abundante, graciosa en el andar y un tanto regordeta. Debo apresurarme a decir que era honesta. La perseguían Agustín Drago, un Adonis; entonces, y los elegantes Carlos Urioste, los Pérez del Cerro, Juan Francisco Monguillot y todos los tenderos de los alrededores, inclusive Federico  Elortondo, idéntico a mí en el rostro. Nos amábamos. Por  consiguiente nos escribíamos. Nos veíamos de noche. Aunque yo había ya pensado en otras muchachas, de familia culminante y ellas en mí, no había sentido todavía el fuego de una pasión del alma. Nos veíamos, sí, hay que verse. Pero nos veíamos como Julieta y Romeo. El tiempo corría.

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Las apariencias engañan. La opinión no ve sino la superficie. Mis amores con Pepita —que si se oculta el melón el olor trasciende—, se hacían cada vez más notorios con mengua de su reputación. Me mortificaba. Las bromas me exasperaban. El gran peligro era que mi madre llegara a descubrirnos. Intervendría el Jefe de Policía, Moreno, y adiós mi dinero. Algarotti dice bien: “Poco s’intende d’Amore, qui con la sua Dona parla sempre d’Amore”.
Era el caso mío.
Aquello no podía continuar así. ¿Qué hacer? Resolvimos casarnos! La mésalliance era irreductible. ¿Qué hacer?  Resolvimos fugar. ¿Adónde? Donde un sacerdote pudiera bendecir nuestra unión. Montevideo, dijimos; pues a Montevideo.
Los unitarios me habrían explotado como una víctima  más de la tiranía de mí tío, Y yo, probablemente, acosado por el hambre, habría dejado decir y hacer. La necesidad tiene cara de hereje, o es maestra en sutilizar el ingenio.
¿Qué haríamos allí?
La juventud no le tiene horror a la pobreza. Es mal de  viejos. Ella haría gorras. Yo daría lecciones de francés (creía saberlo) y enseñaría a escribir.
Con mucho amor poco dinero alcanza. La felicidad esta en la cabaña. Es el rancio refrán: contigo pan y cebolla. Pero ¿cómo hacer? Dinero no teníamos. Todo se encadena. El fin se contiene en el principio. Hasta en estos devaneos la fuerza centrípeta aumenta la centrífuga. Eché pelillos a la mar, y de reticencia en reticencia llegué a esta conclusión: tomarle algunas de sus alhajas a mi hermana no es robo.
Pues a ello. Y busqué un bachicha ballenero. Tratamos.  Me llevaría a Montevideo. Fijamos el sitio del embarco clandestino, detrás del Fuerte, paraje solitario, y la hora palpitando al mismo diapasón de inquietudes.
Pepita estaba incesantemente al cabo de todos mis movimientos y combinaciones. Terminado el plan  y resuelto a ponerlo en ejecución sin demora, el tiempo sereno,  favorable, no había que perder horas tan propicias. Le  escribí. Julián Murga se encargó de entregar mi misiva.
Por el camino tuvo curiosidad. Mis aires de trovador a todo determinado lo habían intrigado. Abrió… se asustó… pero se ingenió, volvió a cerrar el billete y lo entregó. Pero una vez hecho volvió a asustarse…. meditó y resolvió decirle lo que pasaba a mi tía Carlota, la que toda agitada se fue volando a ver a mi madre.
Era esta mujer de mucha disposición en todo momento.

—Vamos, Carlota, le dijo después de oírla, y se fueron juntas a la Policía. Moreno dio inmediatamente sus órdenes. Ella y yo íbamos a poner el pie en la ballenera, lista con el patrón del trato y dos marineros, cuando la policía,  un pelotón de vigilantes a caballo se presentó, rodeando el fnigil bajel, casi en la playa. El amor no da baratos sus gustos.
El comisario que lo mandaba, fue breve: “Síganme ustedes…”
No había resistencia posible. Obedecimos. Nos separaron. Un rato después ella estaba en la casa de Ejercicios, yo en un calabozo (sic) de la Policía.
Allí permanecí hasta el día siguiente sin querer dejarme registrar. Querían quitarme las cartas de Pepita y su retrato (bárbaros!) que llevaba sobre mi corazón desolado.
*
Una vez en casa, la escena con mi madre fue dramática, patética. Quería que le diera las cartas y el retrato de mi
Pepita, y que le pidiera perdón.
—Dame las cartas de esa loca —me decía.
—No es loca, mamita, está usted muy equivocada (yo no la tuteaba, ni Eduardita, Carlitos sí). ¡No es loca! Es una muchacha honrada con la que me he de casar… (Aquí una carcajada homérica de la señora con manifestaciones de cólera y amenaza de pegarme...).
—Híncate y pide perdón —repetía (y yo no, no) —. Está bien —agregó—, te doy tres días para reflexionar, y si no
pides perdón, a la estancia de Gervasio. Allí, con tu padrino en el Rincón de López (mi tío tuvo varios huéspedes
por el estilo, entre ellos un cierto Bartolomé Mitre que ha llegado a ser hombre eminente por la palabra, por la pluma
y por la espada); allí aprenderás a ser gente...
Estaba vigilado y aislado. Los sirvientes me querían; no osaban decirme ni con la mirada: “¿Niño quiere algo?”.
A los dos días dormía como una piedra, lejos de las piezas donde generalmente estaba la señora, las ya conocidas porque la casa se había agrandado, haciendo de dos una, es decir, uniendo la de la esquina a la que como Inquilino había ocupado largos años el señor don Juan Injuinto, comprada por mi padre a la testamentaría de mi abuela.
En medio de aquel sueño de los diez y seis años, que es siempre reparador, profundísimo, aunque estemos enfermos de amor, oigo unos gritos desaforados de ¡fuego! ¡fuego ¡En el cuarto de Eduardita!
Me despierto sobrecogido, salto de la cama, corro, corro, abriendo puertas cerradas, llego al cuarto de mi hermana amada, y la hallo leyendo tranquilamente.
Se sorprende. Nos explicamos. No entendíamos. ¡Ay de mí! Yo entendí cuando volví a buscar el reposo que no hallé. Infausta noche. La estrategia de mi madre había sido coronada por la victoria. Las cartas de Pepita y su retrato —que como prendas preciosas ponía bajo la almohada para mayor seguridad—, habían desaparecido... ¿para siempre?
No.
Teniendo ya los cabellos blancos, mi madre me las mostró. Las vi como documentos antiguos.
A los tres días llegó el plazo fijado. La escena del perdón exigido se renovó. Estuve inflexible. Mi madre hizo como me lo había notificado: Al día siguiente galopaban en dirección al Rincón de López dos jinetes, un negro de toda la confianza de mi tío Gervasio, que había venido en comisión a Buenos Aires, llamado Cipriano, y el que suscribe.
*
Era mi tío sujeto de poca estatura, de complexión enjuta, ágil, metódico, infatigable en el trabajo, muy de a caballo, lleno de manías, como todo Rozas, y no cansarse nunca una de ellas.
Le habrían dado garrote vil antes de hacerle decir tengo frío, o calor, ya no puedo.
No me era permitido alejarme de las casas. Me trataba con cariño. Tenía que andar siempre con él, ora fuera al saladero, que estaba en la boca del río Salado, que pasaba por las casas de la estancia, ora a visitar los puestos o el rodeo, ¿Cuándo se irá a la loma de Góngora? (otra de sus estancias en sociedad con Atkinson Plows, sus amigos), era mi idea fija, pensando: así tendré más libertad, porque no ha de llevarme.
Procuraba ganar su confianza y su simpatía echándomela de incansable, andando sin sombrero al rayo del sol o tiritando de frío sin poncho.
Qué largo el tiempo...
Al fin se fue, dejándome recomendado a Casas, un paisano, que era una de sus predilecciones.
Pero él se fue y yo también a renglón seguido en un buen pingo malacara.
¿A dónde iba?
A cualquier parte.
Libertad, espacio mío, no trazado por otro, y nada más que eso necesitaba.
Echo por un camino; anduve al tranco, al trote, al galope, andando se llega a Roma. Con el crepúsculo vespertino llegué a un pueblito. Entré, seguí, torcí, miraba a todos lados, y dónde pasaré la noche, rumiaba, cuando en una esquina veo un grupo de personas sentadas en la vereda. Sujeto el malacara, y antes de que hubiera hallado la palabra con que me había de insinuar un hombre rubio, que no reconocí aunque muchas veces lo hubiera visto en mi casa, de cara afable, de estatura regular, el coronel del Valle, me habló así:
—Buenas tardes, amiguito, ¿no será usted el hijo de Agustinita Rozas?
—Sí, señor, repuse alborozado.
—Pues eche pie a tierra.
Así lo hice, y al rato estaba ya comido, con mi cama lista, un catre en la trastienda, donde había otros tres.
Armaron una jugada. Me invitaron. Rehusé, alegando lo que era la verdad pura, no sé. Me explicaron,  me tentaron, me dieron muchos, muchos granos de maíz diciéndome: Cada uno vale tantos pesos. Perdía y perdía con indiferencia pasiva. ¿Qué importa?, me decía interiormente, poseo un amuleto, jugando a la redoblona como Quiroga (era la leyenda) , al fin me desquitaré. ¡Quimera! A lo mejor, y cuando después de haber perdido hasta los ojos de la cara iba a redoblar, una de las piernas, llamado Osorio, salió, con esta pata de gallo: “Ya es tarde; mañana seguiremos el monte, amiguito (habiéndose divertido a costilla del huésped badulaque y parlero cuanto ingenuo).
Lo que pasó en mí sólo pasa cuando sacudida por una conmoción de lo hondo se descompone la máquina. Al rato dormían ellos. ¡Yo, qué dormir! Velaba atento. Oigo roncar; no hay duda, duermen profundamente. A hurtadillas como un criminal, me esquivo, salgo. . . desato de la estaca el malacara, le echo medio bozal, salto en pelos, ya estoy fuera del sitio, que no era patio ni corral donde estaban los caballos. Pocos momentos después ya estaba fuera del pueblito dejándolo sumido en ese silencio caótico de las horas prístinas de la creación, y sin más luz que el suave fulgor de las estrellas titilantes en el inmenso piélago sideral, caminaba a la aventura, volviendo a menudo los ojos al cielo.
Anduve y anduve, sin cruzarme con alma viviente. Llegué a un río. Pasaba una tropa de ganado. Me hicieron los troperos el favor de ponerme en el otro lado; y digo el favor, porque era el Salado que estaba crecido, y, en esto de nadar, a mi padre le sucedió lo que a mi madre con el guitarrear: no consiguió hacerme nadador. Soy como dicen en el Litoral, porteño barriga agujereada. En compensación no me mareo. Sobre el mar estoy como en mi propia casa; como, bebo, duermo cual alma sin penas.
Una vez del otro lado me puse a pensar que la estancia me quedaba mal. Ya era tarde. A lo hecho pecho, adelante, me dije; al primero que pase le preguntaré dónde queda Chascomús. Allí estaba mi tío Prudencio. Nadie pasó. Llegó la noche, caminaba, caminaba...
En mi desconcierto y aunque ya tuviera una idea de lo que era el mar, habiéndolo visto desde la boca del río Salado, una sabana de agua, apenas rizada por una suave brisa que algo me consolaba, me cerraba el paso, y obligándome a costearle me hacía el efecto del Océano enfurecido. . . era la laguna.
Tenía hambre... hace ver tantas cosas... veo unas luces en lontananza, que se movían, que se movían, todo se movía, la tierra exhalaba vapores imponderables, me estremecía. Había oído hablar de fuegos fatuos. ¿Será eso? Pero al pensarlo, un pensamiento supersticioso me heló la sangre: son almas del otro mundo, murmuré dentro de mí, y el pavor creció, creció, viendo que las almas iban y venían, que se me acercaban, que se me acercaban. Porque conturbado veía mal, no viendo que era yo el que avanzaba, no las luces.
De repente, no sé cómo, me hallé entre gente de a pie: estaba en una calle de Chascomús y era la procesión del Santo Sepulcro. Volví en mí. Pregunté. Me fui a casa de mi tío. Etelvina y mis primas, todos me recibieron muy bien. Yo sólo conocía a Corma y a Basilia. A las otras de nombre. A Etelvina poco. Sacaron mi vientre de mal año y me hicieron alojar en un almacén de enfrente.
Mi tío, con cara de pocos amigos, me interrogó. Contesté zurdamente. Disimuló. Lo vi hablar con Etelvina y con las muchachas, y la cara que ponía no era de buen agüero. No concordaba lo que a ellas les había dicho con lo que a él le acababa de explicar.
Me llamó, y con poco gasto retórico me endilgó el portante. Tuve que irme y me fue llevando la imagen de una de mis primas, que todavía andaba de calzón corto, una de grandes ojos negros, sustitución de Pepita, en la que con tantas andanzas ya no pensaba.
Cuán cierto es y será: loin de l’oeil, loin du coeur. 1

Llegué al Rincón de López. Mi tío no estaba. De mi desaparición no le habían mandado lenguas.
Supe que tardaría en regresar; resolví volver a Chascomús. Mas esta vez me fue peor que antes. Tuvieron Etelvina y mis primas que esconderme. Mi tío sabía ya todo lo de Pepita.
Y no había que hacer sino lo que hice: irme con la música a otra parte.
Mi tío volvió.
Nada supo.
Me llevó a Buenos Aires.
Mi madre, vistos sus buenos informes, resolvió que me quedara. Con mi hermana hablé de la prima. Le pinté mi pasión. “Me alegro —me dijo—, porque la francesita no era lo que creías”. La defendí. Viéndola atacada, me sentí todavía ligado a ella.
“Pero si se acaba de casar. Fue aquello un rayo. Quise verla. Hice un escándalo. Mi madre me mandó a San Nicolás de los Arroyos.
Cardozo, un oficial lleno de pecas, de pelo colorado era el que me llevaba.... prisionero.
La señora le había dicho: “Tenga cuidado con este niño, no le dé confianza, no converse con él”.
Íbamos por la posta, ¡por aquellas postas! A toda pregunta mía, la más inocente, como: ¿falta mucho para llegar a Giles? Cardozo contestaba con unas coplas, cuya música me acompañará, hasta chocheando, mas allá todavía: “Reñir, reñir, hacer las paces; volver a reñir luego; y no encontrar sosiego; hasta querer mejor; eso es y siempre ha sido lo que se llama amor”.
Y luego después de una pausa: “A la risa y al baile, muchachos, sin decir agua va viene amor”.
No diré como Espronceda: Pobre Teresa! (léase Pepita) , ¡al recordarte siento un dolor tan intenso!
Pero sí diré, y es el único mérito de esta historia —hasta aquí—, que su pureza no le valió.
La madre le dijo que tenía que casarse; que estaba deshonrada; que ella le tenía marido. Pepita protestó, juró, juró en vano, no fue creída.
La casaron con el marmitón o pinche del chef de Mr. Southern. Hizo fortuna, muy buena fortuna; fueron como vulgarmente se dice, felices.
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1: Mis otras primas eran Corina, que casó con un hombre inteligente y sano de corazón, el doctor en medicina José Higinio Solyviera; Manuela, que vive, viuda dos veces; Adela, casada con su, primo y el mío Alejandro Baldez; Agustina, viuda de Francisco Pereyra, del
Paraná, hijo de un antiguo amigo de mi padre y hermano del malogrado comandante Olimpedes Pereyra; y Basilia, que casó en Sevilla con el famoso compañero de Kossuth, el general húngaro Juan Francisco Czetz, anciano ya, residente en Buenos Aires, que erro su destino metiéndose en el Río de la Plata. Si se queda en Europa habria, si no gobernado, ocupado una posición como la de su subalterno el general Türr cuando la gran revolución del 48.

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